viernes, 14 de septiembre de 2018

El Gato [Otros relatos]

Lucas era un ratón de las afueras de la ciudad pero hoy se iba a vivir con su tío, que vivía en una antigua fábrica de pinturas abandonada. Llevaba una dirección escrita en un papel en el bolsillo del pantalón, un cuchillo colgado al cinto y un cigarrillo en los labios. Había estado tres días caminando bajo el asfixiante sol de verano, durmiendo al raso, cuando por fin llegó a la fábrica. En la nota ponía que sobretodo no entrase por la entrada principal, que se colara por detrás y así lo hizo. Escaló por una tubería de desagüe y entró por una ventana rota de la segunda planta de las oficinas. Dentro vio cientos de ratones moviéndose entre las mesas, sillas y las cajas de cartón amontonadas por todas partes. Una verdadera ciudad en miniatura. Apagó su cigarro en la ventana, bajó al suelo de la oficina y se dirigió a la dirección que marcaba el papel. Una taberna llamada El Queso Azul. Su tío viajaba mucho, así que por si acaso no estaba en casa le había dicho que hablase con los dueños de esa taberna.

Cuando entró, vio a una joven camarera en la barra y a varios ratones jugando a cartas en algunas mesas, nadie le miró. Se dirigió a la barra y saludó:

- Hola.–Dijo Lucas enseñando la carta –. Mi tío me dijo que te enseñara esto.
- Hola cariño, déjame ver. – La camarera se puso pálida y abrió mucho los ojos durante un momento. – Oh, ya veo. – Dijo cuándo recobró un poco de color. – Debes de ser Lucas. Tu tío me habló de ti. Pero… eh… No volverá hasta dentro de unos meses. ¿Por qué no regresas a tu casa y vuelves entonces?
- No puedo, no tengo sitio al que volver. – Dijo Lucas al tiempo que se sentaba, con los hombros caídos, mientras se encendía un cigarro. – ¿Me puedes poner un vaso de leche?
- Ahora mismo. ¿Qué es eso de que no tienes sitio al que volver? – Preguntó la camarera mientras le servía la leche.
- Mi madre no puede cuidar más de mí. – Dijo Lucas antes de darle un sorbo al vaso. – Se marcha a otra ciudad y no puede llevarme con ella; vendió la casa para pagarse el viaje y el nuevo alquiler.
- Oh… - Dijo la camarera. - ¿Y tu padre?
- Murió.
- Lo siento.
- Bueno, murió… – Dio una calada antes de seguir hablando–. Murió hace un par de años, murió salvándome la vida. – Dijo señalándose el trozo de oreja que le faltaba. – Si no hubiese sido por él, ese gato me hubiese comido.
- Vaya… Bueno, puedes quedarte unas noches aquí si quieres. Ya lo pagará tu tío cuando vuelva. Por cierto, me llamo Bea. – Dijo Bea guiñándole el ojo.
- Gracias, Bea.
- Ven, te enseñaré donde dormirás. ¡María, te quedas sola!

Lucas siguió a Bea hasta la esquina de la taberna, donde unas escaleras subían al segundo piso. Le enseñó donde estaba su habitación y le explicó que el día siguiente era Jueves de Duelo y que no debía salir a la calle para nada hasta el viernes a las nueve de la mañana, que desde hacía muchos años el primer jueves de cada mes lo pasaban así porque ocurrió una desgracia. Esta noche ella le dejaría comida y bebida suficiente para que no tuviese que salir para nada.

Fue un día aburridísimo. Lucas durmió hasta tarde, pero después no supo que hacer. Llevaba horas mirando cómo el humo de sus cigarros ascendía hasta el techo cuando se dio cuenta que había anochecido. Aprovecharía la oportunidad. Bajó sin hacer ruido por la ventana y se dirigió a las escaleras que bajaban a la planta de la fábrica. Después, se encaminó hacia la parte de la entrada principal. Llevaba todo el día dándole vueltas a que sería lo que habría allí y no pudo resistir la tentación. Caminó con sigilo, pegado a la pared. Se coló por una puerta entreabierta al vestíbulo y le golpeó un olor putrefacto.

Siguió el olor con la nariz y encontró su procedencia: debajo de la esquina de una mesa había algo, cuando se acercó a mirarlo mejor lo vio. Era su tío. Algo, seguramente un gato, lo había destripado. Había jugado con él, le había matado lenta y dolorosamente y ni siquiera se lo había comido. Se llevó la mano al trozo de oreja que le faltaba. Tenía que salir de allí. Tenía que avisar a todos de que había un gato en la fábrica. Regresó todo lo rápido que se atrevió sin hacer ruido y en cuanto salió del vestíbulo apretó el paso, sin embargo, cuando llevaba medio camino hasta las escaleras vio una luz moviéndose en su dirección desde las escaleras. Se quedó helado. El corazón le iba a mil. Le iban a descubrir. Se escondió detrás de unas cajas y aguardó a que pasaran de largo.
Eran seis encapuchados. Vestían una túnica negra e iban en fila de dos: los dos de delante llevaban un fanal cada uno y en medio de los otros cuatro iba una ratona con una túnica blanca. Era Bea. Y la llevaban atada.

Lucas empezó a trazar un plan todo lo rápido que podía, pero demasiadas preguntas bombardeaban su mente: ¿Qué iban a hacer con Bea? ¿Por qué la llevaban atada? ¿Tenía algo que ver con el Jueves de Duelo? ¿Iban a dejarla en el vestíbulo cómo a su tío, para que se la comiera el gato?

Se tocó la oreja. No podía consentirlo. Regresó hacía atrás y se subió a una de las mesas, encima había una botella de disolvente. Se sacó a toda prisa el cuchillo que llevaba en el cinto y lo clavó en la superficie metálica. En cuanto consiguió volverlo a sacar, el disolvente empezó a salir en un fino chorro. Repitió el proceso varias veces hasta que una pequeña cascada caía de la mesa al suelo. Entonces bajó y aguardo escondido detrás de una de las patas de la mesa.
En cuanto los dos primeros ratones pisaron el líquido, tiro su cigarro, que prendió fuego al disolvente inmediatamente. Cuando las primeras llamas empezaban a brotar, Lucas corrió en dirección a los ratones del final, cuchillo en mano. El fuego alcanzó a los dos primeros ratones, que gritaron de dolor mientras el fuego les consumía, los fanales que llevaban cayeron al fuego, explotando y rociando a los pobres desgraciados con aceite en llamas. Apuñaló al primer ratón por la espalda, antes de que advirtiera su presencia. El segundo ratón tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba siendo atacado cuando el cuchillo de Lucas se le hundió en el cuello, salpicándolo todo de sangre. El elemento sorpresa se terminó, y Lucas se vio enfrentado a los otros dos ratones que quedaban. Detrás de ellos estaban las llamas que ya se iban consumiendo y en medio de los tres se encontraba Bea, que parecía no saber dónde estaba.

Con el cuchillo en la mano y la cara manchada de sangre, Lucas pensaba a toda prisa cómo enfrentarse a los dos ratones que quedaban sin dañar a Bea, pero la situación se resolvió sola, ya que los dos ratones huyeron en direcciones distintas. Bea pareció empezar a darse cuenta de lo que había pasado y alternaba la vista, horrorizada, entre los cuatro cadáveres de ratón que acababan de aparecer, cayó de rodillas y Lucas corrió a consolarla.

- Tranquila. – Dijo Lucas, de rodillas, apoyando la mano que le quedaba libre en su hombro–. Todo ha pasado.
- ¿Qué has hecho? – Contestó Bea con la mirada fija en el cuchillo de Lucas.

Él se dio cuenta de lo que estaba mirando y dejó caer el cuchillo. De pronto sintió cómo el cansancio volvía al pasarse los efectos de la adrenalina.

- Esos bastardos querían sacrificarte, Bea. En la entrada hay un gato y…
- ¿Qué has hecho? – Volvió a repetir Bea, cortándole.
- Tranquilízate. –Dijo Lucas apoyando ambas manos en sus hombros–. Todo ha pasado ya.

Se oyó un maullido en la lejanía y a Lucas se le erizó todo el pelo. Se llevó la mano instintivamente al trozo de oreja que le faltaba.

- Tenemos que salir de aquí. –Dijo poniéndose de pie entre Bea y el origen del ruido, en la entrada principal.

Entonces notó un dolor que le penetraba desde la espalda hasta la barriga. Bajó la vista y vio cómo sobresalía la punta de su cuchillo y cómo la sangre empezaba a manar de la herida. Se dio la vuelta tambaleante y allí estaba Bea, de pie y con la mirada perdida. Otro maullido se escuchó, más cerca.

- ¿Por qué…? –Logró articular Lucas mientras caía al suelo.
- Te dije que no salieras. –Contestó Bea sin mirarle–. Casi nos condenas a todos.

Lo último que Lucas vio antes de perder la conciencia fue a Bea caminando en dirección al gato que acababa de aparecer.

viernes, 7 de septiembre de 2018

El día de la llegada [La leyenda de la luna y el dragón; Prólogo]


 Diego bajaba por el camino de piedra. La calle estaba atestada. Consiguió llegar al cruce con Tentetieso y entró en el callejón. El suelo pasó de la dura piedra a la tierra, pasar al callejón lateral fue cómo cambiar de ciudad. Pasó de no poder dar un paso sin chocarse a tener toda la calle para él sólo. Caminó hasta llegar a la taberna del Cuerno Roto. Cuando entró, vio estaba vacía. Por suerte, a esas horas de la mañana no había nadie bebiendo. Dentro sólo estaba el viejo Gabriel haciendo ver que limpiaba la barra.

- ¡Buenos días, Diego! – Saludó el viejo tabernero mientras se secaba las manos en el delantal y empezaba a llenar una jarra de cerveza.
- Que tienen de buenos Gabriel… - Se lamentó Diego sentándose en la barra – Ayer un Interrogador y sus acólitos irrumpieron en el rito de la luna nueva. ¿¡Cómo han podido encontrarnos!?
- Baja la voz, Diego. – Le interrumpió Gabriel, muy serio. – No sabes quién puede entrar por esa puerta.

Diego le pegó un pequeño sorbo a la jarra de cerveza.

- Tienes razón, Gabriel, lo siento, lo siento…
- He escuchado que mataron a la mitad y se llevaron a los demás para ejecutarlos públicamente esta tarde… Tenemos suerte de no haber ido esta vez, Diego.
- El estúpido Día de la Llegada. – Masculló Diego con la mirada fija en la bebida – ¿Cómo podemos celebrar que hace seiscientos veinticinco años llegaran y nos impusieran a su Dios, obligándonos a abandonar a los nuestros?
- Dicen que en Nalas los Guardianes del Dragón no han podido recuperar el control desde que estalló la revuelta y que los viejos dioses vuelven a ser adorados libremente.
- Ya lo sé, ya lo he escuchado. Pero también he escuchado en la catedral que cuando llegue la primavera llegarán refuerzos desde los Reinos del Oeste por el Paso Helado y si para entonces no hemos hecho nada… Será una masacre.
- Calma Diego. Sabes que no podemos salvarles si no actuamos primero aquí. Si lo intentásemos lo perderíamos todo. Ya son las ocho, será mejor que vayas o no llegarás a tiempo.
- Vale, te veo luego. – Se levantó del taburete, dio un paso para marcharse pero después dio media vuelta y con el puño en el pecho añadió: - ¡Por la hermandad y por los dioses!
- Por la hermandad y por los dioses. – Contestó Gabriel con una ligera sonrisa en la cara. Era la primera vez que sonreía desde hacía semanas.

***

Desde lo alto de la torre norte de la Catedral de San Giraldo se veía toda la ciudad. El único edificio que rivalizaba en tamaño era la Gran Biblioteca, aunque la catedral era más antigua. El Gran Padre Carlos parecía preocupado. Estaba reunido con el capitán de los Guardianes del Dragón.

- ¿Seguro que ha sido ella? ¿Hay alguna prueba? Había escuchado que los registros habían sido borrados…
- Precisamente, señor. Por eso mismo sabemos que los indígenas no han podido ser.
- Esa zorra… - Carlos negó con la cabeza. – No, no creo que se atreva a atacar hoy, con tantos Guardianes reunidos… En cuanto al tema de los herejes, ¿Conseguisteis… sacarles algo?
- Sí, señor. – Dijo el capitán preocupado. – Planean asesinaros durante el desfile con una Alabarda de Guardián robada. A la altura de la calle de Tentetieso. ¿Desviamos el desfile?
- ¡Por supuesto que no! El desfile tiene que recorrer todo el camino de piedra. No nos podemos dejar asustar por unos cuantos herejes indígenas. – Carlos casi escupió las últimas palabras.
- ¿Mando a un Guardián?
- Tampoco, tenemos que ser más discretos… - Carlos se quedó pensativo, rascándose la barbilla – Envía al interrogador David con su grupo. – Dijo al fin.
- Con el debido respeto, señor. – Dijo el capitán con una mueca de asco. - ¿Cree que es buena idea enviar a los indígenas a hacer un trabajo tan delicado? Cómo jueces y alguaciles están bien… Pero para su seguridad directa… – Los ojos del Capitán estaban llenos de súplica.
- No te preocupes, lo harán bien. Además, si fallan, ¿Tu estarás conmigo en el trono del altar para protegerme, verdad?
- Sí, pero…
- Ya está decidido, ve a dar las ordenes, salimos en una hora. – El tono de Carlos no admitía más protestas.
- Sí, señor.

El capitán se levantó, saludó con una inclinación y se dio la vuelta. Se puso el casco y su cuerpo volvió a estar totalmente oculto debajo de su impresionante armadura de color rojo sangre.

***
Diego salió de la taberna y se dirigió hacia el edificio abandonado con una cruz blanca pintada en la puerta que estaba a dos casas del camino de piedra. Aquel edificio de tres plantas había sido abandonado durante la peste del año seiscientos diecinueve y aunque ya habían pasado seis años, nadie se había atrevido a entrar. En todas las habitaciones del primer y segundo piso había literas con los huesos de sus antiguos ocupantes y en el suelo lleno de polvo sus pisadas y la de sus compañeros. En el tercer piso, en cambio, la mayoría de camas estaban amontonadas y rotas, mezcladas con los cuerpos. Pero una de las puertas de la escalera daba a un amplio salón, que estaba limpio y libre de cadáveres, donde le esperaban Raúl, sentado en una silla enfrente de la puerta, José, medio estirado en un colchón junto a una ornamentada alabarda con la hoja tapada con un trozo de tela y Marcos, espiando por la ventana. Había otra puerta abierta que daba a otra habitación un poco más pequeña y un poco más sucia, con una única ventana que daba a la calle y un agujero en el techo.

- Pronto nos vengaremos, compañeros. – Dijo Diego al entrar. - ¿Estáis listos?
- Por la hermandad y por los dioses. – Contestó José con su media sonrisa.
- ¡Por la hermandad y por los dioses! – Respondió Raúl con más ímpetu.
- Ya empieza. – Dijo Marcos, sin ninguna emoción en su voz.
- Bien. – Dijo Diego. – Marcos, vigila la entrada, que no suba nadie. – Marcos asintió levemente y siguió mirando por la ventana. – Raúl, tu quédate con Marcos.
- Por supuesto. – Dijo Raúl acariciando su espada.
- José, tú ven conmigo a ayudarme a subir al tejado. – José asintió y cogió la alabarda.

Una vez estuvo Diego en el tejado, José le pasó la alabarda. Era increíblemente ligera pese a sus dos metros de largo, la leyenda cuenta que estaban hechas con acero estelar. Más ligero y resistente que cualquier material terrestre. Además, la hoja nunca perdía el filo y todavía guardaban en su interior el calor con el que fueron forjadas, por eso podían lanzar rayos de calor a voluntad de su portador. Lo primero, era posible ya que era muy ligera, pero no tenían manera de saber de qué material estaba hecha. Lo segundo, era verdad, no había hecho falta afilarla desde que la robaron. Pero lo último era mentira. No se disparaba con la fuerza de voluntad. Había un gatillo cómo el de una ballesta pero más pequeño astutamente escondido entre los adornos del mango. Estaba increíblemente adornada.

Diego atravesó los dos tejados y se asomó ligeramente por la cornisa que daba al Camino de Piedra, ya habían pasado los penitentes y ahora mismo estaba desfilando el ejército episcopal. Detrás iba una columna de cincuenta Guardianes del Dragón seguidos por el altar del Gran Padre Carlos, su objetivo. Se acomodó en el tejado y apunto con la alabarda hacia Carlos. Todavía estaba muy lejos y tendría que esperar a que estuviese prácticamente a su altura para no errar el tiro, pero prefería estar listo, con la tela en la hoja evitaba que el reflejo del acero le delatara, así que sólo le quedaba esperar. Entonces escuchó detrás de sí la voz preocupada de José.

- Diego, Marcos dice que unos hombres están intentando tirar la puerta principal abajo.
- Mierda, ¿Cuántos son?
- Cinco, pero hay uno que lleva la insignia del dragón. – Dijo José temblando.
- Joder, un Interrogador. ¿Podéis encargaros vosotros? Ya está a punto de pasar…
- Seguro. – Dijo José, aunque su tono de voz no transmitía lo mismo.

José volvió a la habitación principal.

- Dice que nos encarguemos nosotros.
- Muy bien – Respondió Raúl. – Cargad las ballestas y preparad las dagas. Nos parapetaremos en la habitación pequeña.

José y Marcos asintieron. Entraron en la habitación pequeña y se quedaron apuntando hacia la puerta. Escucharon voces y golpes en la puerta. Al final la puerta cedió y entraron dos hombres. Tres saetas cruzaron el salón. Una se clavó en el pecho de uno de los hombres, otra en su pierna y la tercera en el cuello de un segundo hombre. Entonces entraron los otros tres y dispararon a su vez dos ballestas que acertaron en el estomago de Raúl. El interrogador David cargó directamente, con su espada corta y su daga. Aprovechó el tiempo en el que se tardaba en tirar la ballesta y preparar las dagas para clavarle a José una estocada en el riñón, que lo mató al instante. Pero Marcos era un esgrimista experto y empezó a hacer retroceder al Interrogador. Entonces, los otros dos matones se unieron a la refriega y aunque Marcos era muy diestro, empezó a notar la desventaja de un tres contra uno. Consiguió clavar su daga en el cuello de uno de los matones, pero el Interrogador aprovechó para lanzarle una estocada hacía el pecho. Marcos logró desviarla, pero no lo suficiente y le hirió en el brazo. A partir de ese momento Marcos empezó a perder agilidad y finalmente David y el matón que le quedaba lograron superar sus defensas y le mataron.

David y su matón entraron en la habitación pequeña y vieron a Raúl sentado contra la pared, que había conseguido volver a cargar su ballesta y apuntaba directamente hacia David. Disparo. Pero falló.

- ¿De verdad pensabas que podríais hacer algo, herejes? – Dijo David con desprecio mientras apartaba de una patada la ballesta.
- Habéis dado la espalda a los verdaderos Dioses para adorar un dios extranjero. Los traidores sois vosotros. – Contestó Raúl lleno de impotencia.
- Ya basta sucio hereje. – Le cortó David poniendo la punta de su espada contra su pecho. - Yo, el interrogador David te declaro blasfemo, hereje y traidor a la única Iglesia, por todo esto y por tu intento de asesinato del Gran Padre Carlos, con el poder que me otorga el Gran Padre, te condeno a muerte. – Y le clavo la espada en el corazón. – Vamos Ernesto, hay que subir al tejado.

Diego escucho ruidos detrás de él. Pero ya casi tenía al Gran Padre a tiro. Al final el instinto de auto conservación fue más fuerte y se giró. Apuntó a uno de los hombres y apretó el gatillo. Un rayo de luz roja salió de la punta del arma y abrió un agujero humeante en el pecho Ernesto, que se desplomó. David cargó contra Diego que se levantó a tiempo para parar un tajo que iba directa hacia su cabeza con el mango de la Alabarda. David se había acercado tanto que Diego sólo podía parar sus golpes con el mango mientras iba retrocediendo hacía la cornisa. Golpe tras golpe cada vez quedaba menos distancia hasta el precipicio. Pero una teja se soltó y David perdió el equilibrio momentaneamente. Momento que Diego aprovechó para poner distancia de por medio e intentar clavarle la alabarda. La hoja del Interrogador chocó contra la hoja de la alabarda de Diego y se partió por la mitad. El Interrogador retrocedió cubriéndose con su media espada y Diego le lanzó otro golpe que le cortó la espada a la altura de la guarda, amputándole los dedos.

- Has… has fallado. He… He cumplido mi misión… – Dijo el Interrogador David tratando de detener la hemorragia.

Diego se giró para ver el desfile y vio como el altar del Gran Padre ya había pasado.

- ¡Cállate, desgraciado! – Gritó Diego al tiempo que decapitaba al interrogador.

Se quedó mirando la alabarda. A pesar de los golpes que había recibido seguía intacta. Ni una marca. Incluso la hoja parecía repeler la sangre de la que se había manchado, que iba goteando hacia el suelo hasta dejar la hoja limpia de nuevo. Así de ensimismado estaba en el arma, cuando escuchó ruido de pelea en la calle. Los instrumentos habían dejado de sonar y se escuchaba el entrechocar de las armas y gritos de pánico. Desde donde estaba no podía ver nada, porque el altar le bloqueaba la vista, así que dejó la alabarda escondida en un desperfecto del tejado y bajo todo lo rápido que pudo.

Cuando llegó apenas podía ver nada con tantas cabezas de por medio, así que preguntó a una mujer que iba en su dirección que qué había pasado.

- Una joven ha saltado en medio de la procesión. Los Guardianes la iban a arrestar cuando, de repente, ha sacado una espada y se ha puesto a pelear contra ellos. ¡Es increíble! Yo me voy de aquí, será mejor que tú hagas lo mismo.
- Tengo que verlo de más cerca. – Dijo Diego más para sí mismo que para la señora.
- ¿No me has escuchado? Es peligroso, es mejor que te vayas.

Pero Diego ya se había adentrado en la multitud, que iba en dirección contraria. Entonces vio lo que ocurría. Había cuatro Guardianes muertos en el suelo y los demás estaban rodeando a la joven. Tenía el pelo del color de la nieve, una cicatriz vertical cruzaba su cara desde la ceja izquierda hasta la comisura de los labios, dejando a la vista un ojo sin iris. Llevaba el brazo izquierdo arremangado y lanzaba fuego y rayos a través de la palma extendida. En la mano derecha portaba una espada de luz de luna que, sin filo, cortaba a los Guardianes, pertrechados con su pesada armadura, como si fueran de papel. Otros Guardianes simplemente caían de rodillas, llevándose las manos a la cabeza hasta que esta se les separa de los hombros de un tajo de la joven. Era ella. Sin duda. La Dama del Lago había regresado. Él había fallado en su misión, sus compañeros habían muerto, pero todo eso no importaba, porque la Dama había regresado y con ella la Fe en la revolución. Podía verlo en las miradas de las personas que tenía alrededor. Podía ver cómo, en algunas de ellas, se encendía una chispa.

Pocos minutos después tan sólo quedaban vivos el Gran Padre, el Capitán de los Guardianes y quince guardianes más que estaban en el altar. El ejército episcopal había rodeado a la dama y ahora protegían al Gran Padre, pero eran sólo cuatrocientos y ella acababa de matar a más de treinta Guardianes. El Gran Padre ordenó la retirada hacia la catedral. Al principio se oían insultos sueltos mientras la gente seguía la retirada del Gran Padre hacia la catedral, después vinieron las primeras pedradas y finalmente una lucha en toda regla. Muchos soldados del ejército huyeron, pero al final algunos lograron llegar a la catedral y se encerraron dentro.

En medio de todo ese alboroto, cuando Diego quiso darse cuenta, la Dama del Lago había vuelto a desaparecer. Pero no importaba, ya había empezado. Y sabía que cuando la volvieran a necesitar, volvería a aparecer. Ese día, la catedral de Gróteca ardió.